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EntreCaracoles

CAPITULO CUATRO.- Consuelo

CAPITULO CUATRO.- Consuelo

IX.- El regalo de Nora en su fugaz y única aparición. Nora es la de la amplia sonrisa

IX.- El regalo de Nora en su fugaz y única aparición. Nora es la de la amplia sonrisa

Esto de los sueños me trae a la memoria la imagen de Nora. Es importante conocer una Nora en algún momento de la vida. Todos deberían encontrar una. Puede decirse que ha trascendido calendarios.

Vive como si no pesaran sobre ella los números, no diré su edad, pero tiene la suficiente para llamarme "mihijita", o tal vez para ser mi hermana mayor. En realidad su edad no se revela, es Nora la que se rebela a la edad. Está estudiando piano y nos da un concierto con la primera pieza clásica que aprende. Practica yoga y meditación cada mañana, se da tiempo para tomar clases de francés y de baile. Toma clases de tenis. Se cae por correr en la calle. Ha caminado la Ruta de Santiago y vivido en Nepal, pero sobre todas las cosas sabe reír.

Me escuchó hablar de mi deseo nunca atendido de pintar. También de mi resignación por la falta de aptitudes, tal vez por eso, poco después de conocernos, me invitó a visitarla en su casa. Al llegar me mostró dos mesitas largas, cada una con pinceles de diferentes cortes y texturas, acuarelas, un recipiente con agua y papel especial y me señaló una — ¿Quieres pintar, hijita? Pues pinta—.

Las dos nos sentamos. Excuso decirles que las manos me sudaban de los nervios por no saber siquiera como empezar, ni qué pintar.

Ante semejante equipo, asumí que Nora era una experta y sentí timidez por mi inexperiencia. Después de mucho pensarlo decidí hacer una flor de loto que puedes imaginarte, descalifiqué por anticipado.

Al concluir, como una niña me quedé esperando a que Nora terminara. Entonces, me preguntó:
—¿Quieres ver lo que pinté?—. Por supuesto que quería y se lo hice saber.
Mi cara es transparente, lo sé. Mi sorpresa plasmó palabras en mi rostro, ni duda cabe, porque ella, lanzando una alegre carcajada, exclamó:

—¿Qué? ¿Creíste que sabía pintar?— Apenada respondí que sí. —

Entonces ella me dijo: — Pues, no, a mi nadie me ha dicho que todo lo que haga lo tengo que hacer bien.—

Una lección de vida en pocas palabras. Y lo mejor, Nora ni siquiera pareció dar importancia a su regalo. Lo dio sin aspavientos.

Así que ahora me digo, aunque nadie aplauda mi pintura ¿Por qué voy a abstenerme del placer de pintar? ¿Quién me dijo que todo lo que yo haga lo tengo que hacer bien?
Díganme si no, ¿qué me impide aprender a tocar la guitarra, estudiar francés, o tomar clases de pintura? Nada. Sólo el miedo de no hacerlo bien y he preferido escudarme en esta historia, la de estar voluntariamente atada a un ancla, para no volar lejos de mi hogar.

La única verdad es que he tenido miedo de vivir.

No sabía o no quería saber que para vivir, es indispensable

levantarse y hacer.

VIII.- El ha vuelto a cantar mientras trabaja en su cocina de juguete

VIII.- El ha vuelto a cantar mientras trabaja en su cocina de juguete

Graciela se acurruca en las almohadas, mientras sigue escribiendo:

El cierre de nuestro negocio trastornó la vida de mi marido, más que la mía. En los primeros meses llegué a temer que se enfermara, bendito sea Dios, que ahora se ha puesto en sus manos y se ha serenado. Llegó a decirme que ya no está triste y esto me consuela.

Es curioso pensar cómo la preocupación de todos, es por él, por su salud y por su estado de ánimo. Se preocupan mis hijos, se preocupan mis amigas y todos los que nos conocen. Todas las atenciones se vuelcan hacia él, y yo, que siempre me sentí incapaz para atender el lado práctico de la vida, tuve que hacerlo mientras él se reponía. Aunque debo reconocer que su poder de adaptación es enorme.

Ha vuelto a cantar mientras trabaja en su cocina de juguete. Se que le encanta cocinar para nosotros, pero qué cambio para él, esa cocinita después de haber manejado un gran restaurante y de haber tenido un horario de más de doce horas al día. A esto me refería cuándo escribí acerca de su humildad; para él no hay trabajo pequeño o indigno y para ser feliz sólo necesita ocuparse de algo. ¿Y yo, en qué baso mi felicidad? En su presencia. Puedo responderme sin dudas.

Pero si es así; hoy que lo tengo más tiempo para mí debo inventar actividades juntos, pero, eso si, también reservarme el espacio que hasta ahora no me había concedido.

Tuve sueños pequeños;

voy a cumplirlos.

No todos los sueños tienen que ser grandes.

VII.-Qué diría mi marido si supiera...

VII.-Qué diría mi marido si supiera...

III

Graciela regresa a casa sacudida por una mezcla indefinible de emociones. Inquieta por haber cometido lo que considera una indiscreción respecto de su vida íntima, aunque agradecida también por la delicadeza de sus amigas.
Las conoce y sabe que morirían por saber un poco más de ese misterio que ella develó apenas, sin embargo, ninguna la cuestionó ni siquiera bajo pretexto de ayudarla a revisar ese punto trascendental en su vida, respetaron su levedad. Piensa en Consuelo, la imagina preparándose para escribir en ese mismo momento. Así, de manera casi inconsciente inicia su monólogo:
—Ay Señor, qué diría mi marido si supiera que he sido capaz de mostrar lo que escribí y de hablar acerca de nuestra vida íntima. Se que no fui demasiado clara, pero, para mi caso, lo que dije era más que suficiente, me ayudó a conducir mis pensamientos, aunque me preocupe lo dicho, sobre todo cuando una de las cosas que más admiro de mi gordo es su perfecta discreción.
No siempre fui la que soy. Él tuvo necesidad de perdonarme mucho; desde la desconsiderada costumbre de agredirlo verbalmente aprovechando mi verborrea y su incapacidad para discutir conmigo, hasta mis faltas más graves y manías como esposa. Y ahora vengo yo, y lo pongo en evidencia.

No tuve mala intención. Me atreví porque necesitaba revisar mi vida para seguir caminando. Los muchachos se han ido a la universidad. Nuestras actividades han cambiado y hoy más que nunca nos necesitamos el uno al otro.

En verdad quiero ser mejor de lo que hasta hoy he sido y sólo desenredando esta madeja podré lograrlo.

Escribir todo esto ha sido una gran ayuda para entenderme y afortunadamente, después del apuro con el que inicié, ahora siento la necesidad de expresarme y como nada me impide continuar escribiendo, lo haré a partir de hoy, me lo propongo—.

Esa noche, Graciela enciende la luz de su cabecera sin que su marido siquiera parpadee. Es habitual para ella acostarse a dormir tan temprano como un infante, y despertar a las tantas de la madrugada, ahora para escribir en el cuadernillo que mantiene al lado de la cama.
Su habitación resulta grata a pesar del desaliño propio de la noche, se respira serenidad en ella. Se vuelve a mirar a su marido y se le acerca para darle un ruidoso beso en la mejilla. También a estos desplantes está él acostumbrado. Sólo aprieta los ojos y se vuelve de costado para continuar durmiendo, mientras ella se instala pluma en mano:

Mírenme aquí, otra vez escribiendo. Si me hubieran dicho hace un mes de lo que iba a ocuparme, no lo hubiera creído. Nunca pensé que pudiera encontrar tanto gusto en estas reflexiones. Mi gordo sigue durmiendo, pobre, casi lo despierto. Sé que lo perturbo y aún así no puedo evitar besarlo; es casi una travesura.

Aunque, no siempre es travesura. A veces, cuando al despertar lo miro y noto su palidez, o las nuevas arrugas de su cara, o lo oigo como aquélla noche, llorar en sueños, me nacen unas ganas enormes de tocarlo, pero también de rezar.

Sólo imaginar la vida sin él, me inunda los ojos.

En esos momentos me acerco y lo beso con suavidad porque necesito atraparlo de esa manera,

no sé bien ni qué es lo que deseo,

pero sí sé que lo sobresalto.

VI.- Hay una parte del abismo de mi mente que no te pertenece

VI.- Hay una parte del abismo de mi mente que no te pertenece

Al decir esto viene a mi mente con claridad un poema, se llama En lo profundo. En este momento veo por qué lo memoricé, dice así:

Hay una parte del abismo de mi mente//que no te pertenece.//Gritan ahí en silencio//las frases que jamás he dicho//y surgen tumultuosos los recuerdos//de hechos que nunca sucedieron.//Tienes mucho de mí//( yo así lo quise )//pero esa parte, es mía.//No permito el acceso.//Ahí persisten otras formas de mí//que no emergieron.//Tengo derecho a contemplarme//desde un mundo distinto//y no renuncio.//El mundo real es bueno// pero mi mundo es bello.//En el primero existo. //En el segundo, vivo.

Me gustaba mucho este poema. Hoy le percibo un enfoque distinto. Es cierto que no tenemos que derribar todos nuestros puentes. Pero tampoco es excusa mantenerlos, para vivir soñando. Nadie totalmente cuerdo puede limitarse a existir en la realidad, para vivir en sus fantasías. Quien tal cosa hace, se disminuye. En mi caso, al disminuirme, he timado a todos. A mi marido, a mis hijos y a mí. Y ese es el olvido que no llega. Y ése es el castigo que me doy.

Pretendo tener olvidos voluntarios y la vida me cobra con olvidos sintomáticos: Graciela, la despistada. Graciela, la que es capaz de olvidar hasta su número telefónico, pero no es capaz de olvidar lo se ha negado a dar. Ponerme en paz conmigo. Olvidarlo, será un paso importante.

II

Nunca en su vida le han prestado tanta atención a Graciela, la oyeron casi sin respirar. Ella se siente tan bien, que casi olvida las confesiones que acaba de hacerles. Está visiblemente emocionada por la grata reacción de sus amigas, hace un esfuerzo para seguir hablando y les dice: —Siempre he sabido que por encima de todo somos amigas y ahora lo constato. Ninguna de ustedes se muestra escandalizada por mis confesiones. He dicho que no me gusta el papel de víctima y he vivido regodeándome en él. Cuánto les debo a mi marido y a mis hijos. Cuánto me debo a mí misma también.

Graciela calla y pareciera que su silencio es interpretado por todas como orden para la despedida. Sólo habla Consuelo y dice: —Amigas, estoy segura de que no pensaron que sería yo quien lo pediría: Quiero que me den la oportunidad de ser la siguiente—.

—Claro Consuelo. Entonces, hasta el viernes— exclama una, y todas se retiran.
La mesa queda a solas y abandonados sobre ella, viandas y bebidas. Desde el cuadro, de repente se escucha la voz de la niña.

—Menos mal que con tantas novedades no le hicieron caso a la chismosa de Graciela ¿Para qué les habla de mis guiños? Si no se los hago, nunca se anima a hablar pero no lo hizo nada mal. Bueno, yo qué sé de eso. Ellas sí saben, sobre todo Antonia y Carmen, que son tan mandonas y sabihondas.

Ahora va a escribir Consuelo. Recuerdo que la primera noche que vinieron dijeron que era posible ¿transmu… qué? No me acuerdo, pero lo que si entendí, es que puedo convertirme en lo que quiera. Y qué bueno, porque con Consuelo, no me servirían los guiños. Creo que ya sé cómo visitarla. Ella no se lo imagina—.

Cuando el mesero llega a recoger la mesa,

todo es silencio en el patio del Café de Morgan.

IV.- Él tomo el papel de bueno con los hijos, yo, tomaba las fotos

IV.- Él tomo el papel de bueno con los hijos, yo, tomaba las fotos

Graciela hace una larga pausa en su lectura, queda pensativa, después baja los ojos y continúa con voz aún más tenue:

Ser mujer. Se dice fácil pero ¡cuánto encierra!, cuántas sensaciones desconocidas y ni siquiera adivinadas vivió desde que lo conoció. La primera vez que sus entrañas se sacudieron en espasmos durante el amor creyó que iba a morir.

También lo creyó cuando vio su ropa manchada de sangre por primera ocasión y se le dijo que se había convertido en mujer y que algún día sería madre. ¡Qué curioso! ¿Por qué estoy hablando de mí, conmigo, en tercera persona?

Yo creí que moría y él se rió y me dijo que era un orgasmo. Buen apetito se me despertó y de qué manera lo calmó mi marido. Era tan fácil entendernos, llegar juntos, ser para él, lo que él quisiera. Y después, cuando ya me había enseñado a comer, de repente… la frustración.
¿Y él? Actuaba como si no sucediera nada así que no podía reprocharle. Me daba vergüenza y también dolor explicarle cómo me sentía ante la nueva situación.

No podía hablar de eso con nadie. Era nuestro y nada más, pero me sentía infeliz. Cuando finalmente se atendió, el daño estaba hecho.

Ahí se aposentó el tercer olvido. Calma en la superficie, la tempestad al interior.
Ahora está en ritmo, sigue narrando para no perder el hilo de su historia. Las inflexiones de su voz revelan lo que siente.

Los dos somos hogareños y amorosos, pero él me ganó la delantera al tomar con los hijos el papel de bueno y no puede haber dos en una casa. Alguien tiene que regañar y castigar cuando es necesario, y esa fui yo. Así me resigné a ser el villano de la película, y también a destacar ante todos el papel de mi esposo como padre amoroso y buen proveedor. Era él quien se preocupaba por peinarlos, perfumarlos y ponerles la ropa nueva para ir a una fiesta. Él quien recibía los abrazos. Acepté el papel que me tocó y olvidé que yo podía ser la buena, mi cuarto olvido. El amor de los hijos sería para él, y a cambio, él sería mío.

Olvidé que cuando me casé, usaba zapatos altos y la bolsa del color exacto. Caminaba con paso elástico y firme. Los zancos de los tacones parecían ser parte de mis piernas, podía caminar horas y horas sin sentir cansancio. Para viajar llevaba dos o tres maletas. Eran muchos los vestidos que necesitaba para que no me faltara el adecuado. Aquel que deseaba usar en ese momento. Me pintaba también; poco, porque nunca me ha gustado el maquillaje. Pero me pintaba para destacar mis ojos y pestañas, de las cuales me sentía agradecida y orgullosa.

En las raras ocasiones en que mi marido viajaba solo, era capaz de buscar, horas y horas, un modelo especial de zapatos o un perfume que yo deseara. Una vez la encargada de una perfumería le dijo: —por la forma en que la complace, se ve que su esposa es increíble— Él me compró en esa ocasión un perfume en botella de jade.

Si ella se refería a mi físico, yo ya no tenía un buen aspecto. Me había vuelto desaliñada y abandoné los tacones. Sabía que mis hijos lo percibían. Otras mamás eran tan acicaladas. Por eso caminaba atrás de mi marido, para disimular, cuando los recogíamos en la escuela, que ellos corrieran abriendo los brazos para lanzarse a los de su papá y no a los de la madre. Aún entonces, mi marido se mostraba orgulloso de mí. Nunca cambió. Estaba claro que seguía mirándome con los mismos ojos que me vio desde la primera vez, y yo, sólo a través de su mirada era hermosa.

Aquí empezaron los olvidos cotidianos, olvidaba reuniones, dejaba a los niños en la escuela el día que me tocaba ir por ellos.

Pero no olvidaba mis in domeñables deseos.

V.- No puedo negar que he sido una mujer amada. Mi esposo pagaba sus silencios con amor

V.- No puedo negar que he sido una mujer amada. Mi esposo pagaba sus silencios con amor

No arreglarme era mi ancla.

Hacía de mí un ser inseguro. Me ayudó a mantener las alas dobladas y escondidas. Sabía que la inquietud por vivir seguía latiendo allá en el fondo, incontenible, por eso era necesario sepultar el peligro, aún a costa de mi feminidad. Fue éste el quinto olvido.

Lo peor es que ahora que han pasado los años y es mi edad la que me escuda, ya no puedo abandonar esa actitud. No tengo ánimo para nada. Cuando me invitan a algo que me gusta, o estoy cansada, o sin ganas de moverme, o no tengo qué ponerme y eso, que parece un decir común de todas las mujeres, en mi caso es la reverenda verdad. No tengo qué ponerme, porque me he olvidado hasta del placer de comprarme ropa.

Y además, no me gusta la forma en que estoy narrando esto. Tal parece que mi marido me hubiera puesto una pistola para hacerme lo que me hice y no fue así. La decisión fue tomada en libertad, condicional, eso sí.

No puedo negar que he sido una mujer amada. Mi esposo sus silencios los ha pagado con amor, también haciendo mi vida fácil. Soy una persona que del aspecto práctico de la vida conoce poco, porque él todo lo atiende por mí. Es un hombre bueno en el estricto sentido de la palabra. No del tipo que se deja dominar y a quien no se le tiene respeto. Yo se lo tengo, reconozco sus limitaciones pero también su grandeza, que se revela en la facilidad con que se muestra humilde, pero, sobre todo, por la dignidad con la que asume cualquier factura que la vida le presenta.

Lo respeto y lo amo no porque yo sea Graciela la buena, es porque él se lo merece. Y merece mucho más de lo que yo le he dado. Merece una mujer íntegra y feliz, capaz de percibir la bondad de la vida que ha tenido a su lado, no una que ha vociferado que no tiene calidad de mártir pero ha vivido jugando el papel de tal.

No ha tenido la esposa que merece, sino media mujer.

Una con un pie en su casa y otro en lo que pudo ser.

III.- Cuando mis hermanos se fueron a estudiar, para mí, ardió Troya

III.- Cuando mis hermanos se fueron a estudiar, para mí, ardió Troya

Pero ¿por qué, si no me gustan sus silencios —y la prueba es esta costumbre que he adquirido de hablar sola— acepté a mi marido como era? Porque no me puedo hacer la tonta, siempre fue igual. Sí, ya sé que vale mucho como persona, pero me vuelve loca que no hable. Aunque, aún así, debo valorar la libertad que me da de ser.

Pero esto es un barullo. Resumir la vida en unas cuantas páginas es difícil. Lo que digo en un párrafo voy a contradecirlo en otro. ¿Cuál libertad de ser, si al poco tiempo de estar casada empezaron a surgir los deseos y la necesidad de ahogarlos? El problema no estaba en el matrimonio; mi marido era todo lo que podía imaginar.

Mi inquietud nació de ver lo que sucedía en la vida de mis hermanos. De niña, pantalones, patines y bicicletas me estuvieron vedados. Tuvieron el sabor de lo prohibido. Lo único bueno de ser la mayor fue que obligaba por la fuerza a mis hermanos a prestármelos. Aunque también sabía convencer con arrumacos y monerías.

Bueno, hasta cierto punto, porque cuando terminé la primaria ya no me dejaron estudiar, porque en aquellos tiempos mi prima, que era mayor que yo y había entrado antes a la prepa cometió la vulgaridad de frecuentar con sus amigas una refresquería en la que, según decían, los estudiantes se “jalaban las clases” ponían música estruendosa en la rock-ola y las jóvenes cruzaban las piernas al sentarse, enseñándoles los calzones a sus amigos. Así que, como mi prima enseñó sus calzones, ya no tuve la oportunidad de enseñar los míos. Y lo acepté pasiva, como si fuera ley.

Cuando mis hermanos se fueron a estudiar a México, para mí ardió Troya. ¡Ay! ¿Por qué me había casado? Me atreví a soñar que mi papá había cambiado, que si estuviera en la casa, yo también me hubiera ido. Y así empecé a esconder ese deseo traidor.

Claro está que, aún casada, algo hubiera podido estudiar, pero ¿y mi marido qué? Lo amaba entonces, como lo amo hoy, pero “cariño no quita conocimiento” y sé que, fuera de las cosas cotidianas. Nunca hubo entre nosotros temas comunes de conversación. Tengo un hombre de escasas, casi inexistentes palabras y también un hombre sin complicaciones mentales. Y aunque hoy no sea tan evidente, porque hemos llegado a parecernos, en aquel entonces las diferencias sí eran notorias. Por eso pensé: ¿Y si mi imaginación caminara? ¿Y si alimentara mis hambres? ¿Y si leía? ¿Y si me nacían alas... qué? Estaba claro que en tal caso, nuestros caminos ya no serían paralelos, así que nada. Más valía no pensar.

Relegué al fondo de mi mente el deseo de irme como mis hermanos, de no haber contraído obligaciones y creí haberlo desaparecido. Fue mi primer olvido voluntario de mujer.
El primer mes después de casada me bajó la regla y lloré. Sentí que no era mujer o que no servía para nada. Temía haber fallado sin saber muy bien por qué. Así de condicionada estaba para actuar sin discutir, para hacer sin reflexionar.

Al segundo mes ya no tuve la regla y ahora sí me sentí feliz. Había cumplido como mujer. Además de esposa, pronto sería madre. Comparado con ser madre, ¿qué importaba pensar en estudiar, o aprender algo, ni el irse de casa ni lo que fuera?

Pensar sólo me llevaría a desear lo que no podía tener.

Así llegó el segundo olvido.

II.- Como te decía, me casé antes de darme cuenta...

II.- Como te decía, me casé antes de darme cuenta...

Como te decía, me casé antes de saber que mi destino podía decidirlo yo. Es más, en aquel entonces, ni siquiera pensaba en el futuro. Si hasta el hoy y el ayer se me revolvían.

Cuando digo esto, tengo que recordar a mi papá y la forma en que me reprimía. No me dejaba escoger ni los zapatos que me iba a poner. Mucho menos me pidió mi opinión para sacarme de la escuela. Decidió que no estudiaría más y punto. Menos mal que mi sumisión acabó cuando me enamoré, si no, hubiera terminado casada con alguien de su elección. Aunque lo más probable es que hubiera hecho de mí una solterona para tenerme siempre bajo control.

Ya enamorada; muy liberada y valiente me sentí para contradecir sus deseos y defendí mi amor, en contra de todos sus argumentos. Cuando por fin accedió, aunque de mala gana, a bendecir mi matrimonio, las cosas se dieron de tal manera, que cuando mi suegra que era viuda, fue con su hijo mayor y el que hoy es mi esposo, a cumplir con la debida petición de mano, no los recibió.
Fue entonces que tomé mi primera decisión importante. Les anuncié que ellos habían cumplido con su obligación y que no era necesario volver a pedirme. Fue grande mi atrevimiento, y aunque pude imaginar una mayor oposición; por razones que todavía sigo sin entender, mi padre no insistió en que esa formalidad se cumpliera. Así que vine a encontrarme casada casi sin darme cuenta. Fue al regreso del viaje de bodas, cuando empecé, realmente, a pensar por mí misma.

Casi me privo, al darme cuenta de que a partir de ese momento, si quería comer, tenía que procurarme el alimento apoyando a mi marido. Y no es que no hubiera trabajado antes. lo que pasa es que nunca tuve responsabilidades monetarias. Ni siquiera se me permitía gastar mi sueldo. Según mi padre, no quería que creyera que porque ganaba, me mandaba sola.

¿Sería su actitud la que me llevó a casarme contra viento y marea? Conocía bien las cualidades y limitaciones de mi compañero, nunca me engañó ni me engañé. Así que, en un acuerdo sin palabras —desde entonces— adquirí junto con el matrimonio, el compromiso de afrontar decisiones en el hogar.

Tuve conciencia de eso cuando los ajetreos de la boda quedaron atrás y la realidad me alcanzó.

Un poco tarde ¿no crees?

Tenía veintitrés años.

CAPITULO TRES.- Esther

CAPITULO TRES.- Esther


Cantar cantando, sin sentir sintiendo,
los cantares de tu río invadieron mi vientre.
Ahora puedes verte reír
en los verdes renuevos de las vides.

I

Han pasado siete días desde el recital y es viernes. Ahí están cinco de ellas absortas, perdidas en la otra que les habla en un tono tan bajo como íntimo. Su voz no llega más allá del patio, como si los enormes muros del Café de Morgan fueran cómplices de su desahogo.
En la pared, muy cerca de su mesa, dentro del cuadro que ya conocemos, la mujer y la niña.
Es Graciela la que habla y está diciendo:

—…No le pregunté a mi papá cómo eligió la fecha de mi boda. Agradecida me sentí de que no me eligiera al esposo. La fecha del matrimonio era lo de menos, no me atreví a discutírsela…—
En ese momento eleva casualmente la mirada hacia el cuadro, la clava en él y de pronto sorprendida, se tapa la boca con una mano, y deja de hablar mientras piensa: —Este cuadro, Dios mío, este cuadro... Parece que me está oyendo y luego… la niña me guiñó el ojo. ¡Juro que me lo guiñó! Claro que si hablo sola, ¿por qué va a ser raro que los cuadros me guiñen el ojo?
Este diálogo interior fue tan fugaz, que las otras no perciben la interrupción. Aún así Graciela continúa diciéndoles:

No vayan a pensar que estoy loca, pero la niña pareció animarme. En fin, de cualquier manera iba a decirles que fue así, hablando sola, como preparé lo que voy a compartirles. Pero no las demoro más, aquí tienen lo escrito—. Suspira, toma las páginas que tenía abandonadas sobre la mesa e inicia sin más preámbulos su lectura:

Es tanta la costumbre que tengo de hablar y hablar conmigo misma, que me limita, porque no sé ni por dónde empezar. Todo tema me parece iniciado, pero algo debe haber que no toco. Eso es lo que traté de encontrar, tal como lo acordamos. Empezaré por lo más importante para mí: Mi realidad de esposa y madre.

Debo decir más de esposa que de madre, sobre todo porque ya no soy capaz de verme desde otro ángulo.

Me casé antes de saber que mi destino podía decidirlo yo.

II.- El café de Morgan ocupa una de esas casonas con sabor a siglos que tanto abundan en la ciudad

II.- El café de Morgan ocupa una de esas casonas con sabor a siglos que tanto abundan en la ciudad

La misma tarde entramos al Café de Morgan. Ocupa una de esas viejas casonas con sabor a siglos que tanto abundan en la ciudad. Sus pisos de ladrillo brillan desgastados por el ir y venir de sus moradores. Desde siempre han sido humedecidos para refrescar la temperatura, también desprenden el suave aroma de la tierra mojada.
En el área posterior, en la que da al patio, nuestras seis mujeres conversan. Los movimientos y sonidos de los demás comensales no llegan a ellas. Están en un mundo propio. Han llegado a un acuerdo; Si es cierto que la palabra es bisturí que aunque flagele cura, ellas también escribirán. Si no logran otro resultado, al menos ellas no pagarán los servicios de un psiquiatra. A partir de ahora, van a reunirse aquí para exponer lo que a solas escriban. Deben decirse a si mismas lo que nadie escribiría, y también escribir lo que a nadie dirían. El cómo y el cuándo, también lo han decidido ya.
Voces y fragancias, se mezclan hechiceras y se esconden en el estanque de piedra que se ubica en el medio del patio. O tal vez se refugian en el toronjal que lo sombrea y casi pierde sus ramas por el peso de los frutos que ostenta orgulloso. O viajan en la esencia frutada que invoca a la infancia, mientras flota en la noche estival.
A un lado de su mesa, dominando patio y entrada, está colocado un cuadro. En él aparecen una mujer y una niña. En su entorno flotan abecedarios y mariposas que también invaden sus vestidos. Los rostros de las dos se parecen tanto que pudiera decirse que son una y la misma. La mujer; Con el cuaderno sobre el regazo, escribe; La niña sonríe.
Las dos ocultan el fulgor de los ojos bajo los párpados. Es una pintura sencilla, casi un dibujo, pero es indiscutible que tiene algo; como si el pintor las hubiera captado en un instante fuera del tiempo.

La niña tiene la boca fruncida en un pequeño mohín indefinible. Su moño es una mariposa que cansada de volar se posa sobre su pelo. Su gesto inquiere. Pareciera que ella está a punto de volar y abandonar el cuadro.
No hay más cuadros en el corredor;
tal vez por eso llama la atención
... Tal vez.

I.- La poesía cristaliza el instante

I.- La poesía cristaliza el instante

Cóncava para recibirte, me repliego.
Te espero. Cuando apareces cristalizas el tiempo.
Te derramas en mi hondura.
No alcanzo a contenerte.
I

Fragmentos discontinuos de lo que tú ya leíste, formaron parte del recital.
Ese día, cuando concluye la lectura, hay seis mujeres que no abandonan de inmediato sus asientos. Parecen darse tiempo para asimilar lo escuchado.
En tanto dos de las poetas conversan; La tercera y última en leer, la de los pies desnudos, permanece sentada. Posa su carpeta sobre el regazo y parece perderse en su abstracción. En total recogimiento, reclina la frente sobre las manos y cierra los ojos…
II

Entre Caracoles fue el nombre del recital. Tuvo lugar en el patio. El escenario sencillo: cuadros de caracoles en las paredes, arena y caracoles sobre la mesa. Instrumentos: la poesía y la guitarra. Se adentraron, irrepetidas, una en sucesión de la otra. La palabra se propagó con sus olas.

Las poetas lucieron huipiles, una llevó los pies desnudos. En las manos sostuvieron sopladores de paja con los que ceremoniales, las que escuchaban cubrieron sus rostros y lo descubrió quien leía.
Voz y liturgia pusieron de manifiesto su poder.
La palabra, exigente como el mar, vital, inexorable, tachonó sus orillas,
hizo audibles los ecos ocultos de nuestras mujeres,
dejó salir el silencio.
La poesía
…la poesía cristalizó el instante.

CAPITULO DOS.- El Recital

CAPITULO DOS.- El Recital

Lety Ricardez


Porqueyoasiloquise.blogspot.com
letyricardez@hotmail.com

XIV.- Imprime en esta playa tus huellas

XIV.- Imprime en esta playa tus huellas

Imprime en esta playa tus huellas

Ahora es el tiempo de fluir; de dar espacio a una urgencia vieja y desatendida.

La urgencia me asaltó cuando cumplí cincuenta años. Poco después, de manera dolorosa y sorpresiva, murió mi amiga Yola. Cuánto la eché de menos, tanto, que su hija me compartió un poema que había escrito para ella y en un verso decía: “…Déjame conocer tus rodillas Yolanda”

La expresión de su anhelo se convirtió para mí en un imperativo. Deseo que tú conozcas a tiempo, mis pobres rodillas. No quiero morir sin que sepas todo lo que deba saberse de este ser humano que soy.

Quiero decir y que la voz responda.

Cierto es, que aún existe en mi mente, el lugar que reservé para mí, pero cada vez es menor la urgencia de mantenerlo inexpugnable. Por el contrario, al volcarlo hacia fuera, a través de las palabras pierde fondo y agranda sus orillas, las que me gusta imaginar como playa sembrada por caracoles,

esta playa que hoy se abre, para que tú y tú,

impriman ahí tus huellas.

XIII.-Llegué a tener una casa que parecía de juguete

XIII.-Llegué a tener una casa que parecía de juguete

Llegué a tener una casa que parecía de juguete


No te lo había dicho.

Llegué a tener una casa que parecía de juguete. Ahí vivíamos nosotros, entre muebles labrados, cuadros antiguos, esculturas de coral, tallas en madera, colchas tejidas a mano, candiles, candelabros y qué se yo cuántas cosas más. De todo tenía mi casa.

Creí que poseía mucho y al fin vine a darme cuenta que todo aquello me poseía a mí.

La esencia de la casa me salvó. Por las noches abandonaba mi lugar en la cama para sentarme en un sillón en el recodo del pasillo, frente a la cruz de piedra. Ahí me daba por llorar. Los sentimientos se amalgamaban para hacer de mis lágrimas dulcedumbre.

Fue en esas noches que percibí que yo había sido sólo el medio para devolverle su belleza a la casa. Aunque daba pena verla cuando la conocí, era fácil adivinar lo que podía volver a ser con un poco de amor. Se lo di y resplandeció. También por amor, la casa pedía ser compartida. No eran sólo para nosotros sus resplandores. Nosotros, somos mi marido, mis cuatro hijos y yo.

Pero cómo no compartirla, si yo jugué en la casa que no era mía. Tenía que dejar que otros jugaran en mi casa de muñecas. Renunciar a lo acumulado.

Cuando la abrí para todos, no hubo ni siquiera un objeto que reservara para mí. La colección de caracoles la coloqué ahí nomás, al pasar de la reja de entrada.

No me costó trabajo dejar todo.

Era el momento para hacerlo.

Fue así de fácil. Igual que entregué las muñecas.

XII.- Mi mejor amiga tenía muchas muñecas

XII.- Mi mejor amiga tenía muchas muñecas

Mi mejor amiga tenía muchas muñecas. Vivían en la casa más hermosa del mundo

Mi mejor amiga tenía muchas muñecas. Me gustaban tanto, que cuando me invitaba a jugar me portaba muy bien en la visita, para que me dieran permiso de volver.

De sus muñecas, las más bonitas eran pequeñas mujercitas. Vivían en la casa más hermosa del mundo. Los muebles de cada habitación estaban hechos a su tamaño. Había una sala y hasta un piano con banqueta. Las luces de los candiles se prendían. En el comedor, la vajilla puesta sobre la mesa, con un centro de frutas. En cada recámara, cama con dosel de gasa y armario con vestidos.

La casa de las mujercitas había sido de la mamá de su abuelita. Según decían eran valiosas. Pero a nosotras nos dejaban jugar cada vez que lo pedíamos y eso que sus muñecas eran mucho más bonitas que las mías. Vestíamos a las mujercitas para que se pasearan por toda su casa.

En mi casa de verdad, la sala y el comedor estaban separados de la estancia, por dos puertas abiertas de par en par. Y de qué me servía que estuvieran abiertas, si la dama, mi dama, me dijo desde que tengo uso de memoria que no debía cruzarlas porque esas habitaciones eran la casa del vecino. Obedecí, pero me paraba en una u otra puerta cuantas veces podía, para mirar desde afuera todas sus maravillas.

Al vecino no llegué a verlo, pero creí en su existencia. Tuvo que venir de visita un niño que vivía frente a nosotros, para que me abriera los ojos. Le expliqué que no debía entrar a ese paraíso — ¿La casa de tu vecino? ¿Cuál vecino?— me preguntó sorprendido. Cuando le dije que no lo conocía se rió de mí a carcajadas.

En esa época debo haber tenido algún retraso mental para haber sido tan crédula. No me creas; ironizo de mi fe en los adultos que entonces era grande. Después tuve que reconciliarla.

Reconcilié mi fe en los adultos. Me reconcilio también con sus manías, porque yo tengo las mías, aunque voy abandonándolas.

Antes, cada fin de año, por Navidad y también por Reyes, me sentaba frente a la televisión con mis hijos para ver juguetes.

Así compré muchas muñecas y las coloqué en mi casa,

hoy,

hermosas niñas que no son nada mío, juegan con ellas.

XI.- Yo crecí y mis muñecas siguieron impecables ni un pelo se movió de sus cabezas

XI.- Yo crecí y mis muñecas siguieron impecables ni un pelo se movió de sus cabezas

Yo crecí y mis muñecas siguieron impecables, ni un pelo se movió de sus cabezas

Hoy con los vuelos de mi columpio busco fluir.
Para lograrlo necesito desasirme, primero, de las cosas, después, del miedo.
Desasirse es recordar mis muñecas. Cuando me casé, la dama me las entregó todas y sentenció: “Aquí están tus muñecas. Se que no te van a durar, pero son tuyas, ahora son tu responsabilidad”.

Las acomodé sobre la cama, las acaricié mucho y después las dejé ahí varios días. Entonces me dolió que siguieran para siempre sentadas y solas. No había pensado hacerlo, pero sin darle muchas vueltas, se las di a mis primitas. Ellas no tenían muñecas como esas.
Las regalé todas. Supongo que jugaron con ellas. No sé si las cuidaron.
¿De qué me serviría saber que a los tres días la de los brazos tendidos quedó manca, y que poco después desnarigaron a la de cara de porcelana, o que al bebé del ropón le tiraron sus dientecitos?
Preguntar sería eternizar la manía de la dama en brumas.
De niña me prohibió tocarlas. Yo crecí y mis muñecas siguieron impecables, ni un pelo se movió de sus cabezas. Nunca jugué con ellas. Estaban en su lugar, sobre la repisa colocada arriba de mi cama. Siempre prohibidas, siempre al alcance de mis manos. A veces me paraba de puntitas para mirarlas mejor, pero sabía que no podía bajarlas sin permiso.
Tenía dos muñecas con las que sí jugaba. Las pobres eran feas. Ni siquiera tuvieron un lugar en la repisa, por eso las subía a escondidas, aunque fuera un ratito, para que estuvieran juntas.
Otras veces fui mala con ellas. No me dolía escalparles sus pelos desgreñados, con tal de jugar a indios y vaqueros con mis hermanos. Sí las acariciaba, pero eso no me compensaba de no tocar a las bonitas.
Por eso me alegra haber regalado mis muñecas cuando al fin, pude tenerlas cuanto deseara.
Que alguien jugara con ellas,
No vas a querer creerlo, pero fue mejor que si jugara yo.

X.- Para los antigüos los caracoles jugaron un papel importante en su visión del cosmos

X.- Para los antigüos los caracoles jugaron un papel importante en su visión del cosmos

Para los antiguos, los caracoles jugaron un papel importante en su visión del cosmos

Colecciono caracoles.

Sé que los antiguos los usaron como ofrenda y adorno, como música y alimento. Jugaron un papel importante en su visión del cosmos, como lo juegan en la mía.

Para ellos, los caracoles fueron valiosos como moneda. Para mí, en asuntos de dinero no son los caracoles, sino el sentido común lo que vale. A él recurro y en él me apoyo para discernir en asuntos financieros, porque no cuento entre mis haberes con estudios ni diplomados, digo esto, y me asalta la dama diciendo:

“…Ustedes creen que existen árboles de tortillas, o que su papá recoge dinero con la escoba” En tiempos de la dama tal vez lo creía, ahora no, aunque me gustaría. Sería bueno dejar de preocuparme por cuestiones económicas y salir a cosechar tortillas como si fueran el Maná del cielo.

He tenido momentos difíciles pero nunca me quedé sentada; salí a resolver retos y puse mis aptitudes en juego, aunque no todas mis decisiones fueran afortunadas.

Decirte esto me cuesta, porque es difícil reconocer que tengo menos capacidad de la que me adjudico, o lo que es peor, que he dejado de agradecer lo que nació conmigo y de ahí la multiplicidad de mis errores. Es necesario reconocerlos, para iniciar el cambio. Yo ya estoy lista.
También lo estoy para aceptar derechos que antes me negaba, porque esto de la negación es un absurdo. Es volver la cabeza pretendiendo que lo que está enfrente no existe.

Es como dejar de ver las conchas rotas o lamentarse porque los caracoles se fragmenten.

Con los caracoles torturados que volví mar, percibí un sentido distinto de la realidad.

Cuando me replegué; paralizada dentro del caracol viví una paradoja, di pasos sin andar.

Ahí quedaron mis falsas expectativas.
Asumí el yo que soy.

IX.- como un lago en aparente calma en la superficie

IX.- como un lago en aparente calma en la superficie

Soy como un lago en aparente calma sobre la superficie mientras por dentro se revuelve el detritus

Entender a los otros me es fácil. Entenderme, no.

¿Por qué tomo decisiones que me lastiman?

Dicen que para crear un buen hábito necesitas repetir una acción cuarenta veces, ¿por qué entonces no empiezo a crearme el buen hábito de no lastimarme?

Te digo esto que ignorabas, para que no digas que me conoces como a la palma de tu mano, o que mi vida es un libro abierto.

Hay mucho que no conoces.

Con esto que escribo voy a escandalizarte y borrar a golpes de pluma la serena imagen que tienes de mí. Ya verás que no tengo la quietud del loto flotando sobre el agua.

Soy como un lago en aparente calma sobre la superficie, mientras por dentro se revuelve el detritus.

Me propuse dejarme ir con el vuelo de mi columpio y desde ahí te escribo. Quiero dejar que los pensamientos fluyan sin llamarlos, pero mi mente, necia, intenta ahora dominar lo que escribo.

No voy a dejar que lo haga. Para impedirlo, voy a inundarla de caracoles, a frustrar sus intentos para volver a fluir libremente.

VIII.- No es lo mismo encerrarse para crecer, que vivir paralizada en el caracol

VIII.- No es lo mismo encerrarse para crecer, que vivir paralizada en el caracol

No es lo mismo encerrarse para crecer, que vivir paralizada en el caracol.

Eso es vivir con miedo.

Yo sé de esto. Viví con viejos y llamarlos así no es faltarles al respeto. Vivir con viejos es difícil, porque habitas en el miedo. Miedo de que se vayan, miedo a que te dejen sola; miedo a que se desbaraten frente a tus ojos.

Todavía veo frente a mí a dos niñas. Sentadas en una banca, se toman de la mano a la hora del recreo; mientras las otras juegan “a los encantados”, las dos niñas hablan en susurros. Lloran ausencias antes de que sucedan y tratan de consolarse. Mi amiguita vivía con su abuela, yo con la dama.

El miedo nos acompañaba. Por eso te digo que los niños deben vivir con sus padres, no con abuelos. Convivir con ellos es distinto. Mis hijos convivieron con sus abuelos. Se gozaron mutuamente.
Mi padre tenía una hacienda, era señor de muchas tierras. También un anfitrión renombrado. En los días festivos, se iluminaba cada rincón del amplio comedor de la hacienda. Los manjares que humeaban sus aromas, y el rumor de las pláticas y risas, atraían a los nietos como el panal a las abejas.

—A las abejas les gustan los niños. Les cuentan secretos en el oído. Bisbisean y les dicen donde guardan sus tesoros— Eso es lo que les decía a mis hijos, para que no les tuvieran miedo.
En la hacienda había cajas de miel y las abejas pululaban. Mis hijos querían encontrar el tesoro y le pedían ayuda a mi padre. El era aficionado a la búsqueda y, complaciente con mis hijos, como no lo fue conmigo, accedía a excavar en el punto en que ellos le decían que estaba enterrado. Porfiaban en ese empeño, porque mi padre quería ayudarlos a descubrir, que no todos los tesoros se encuentran enterrados.

Para las abejas su miel es oro. La miel es cicatrizante. Las palabras tienen la misma función. Yo encontré mi panal a solas.

Abrí las compuertas del silencio y empiezo a entenderme.