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EntreCaracoles

CAPITULO UNO

XIV.- Imprime en esta playa tus huellas

XIV.- Imprime en esta playa tus huellas

Imprime en esta playa tus huellas

Ahora es el tiempo de fluir; de dar espacio a una urgencia vieja y desatendida.

La urgencia me asaltó cuando cumplí cincuenta años. Poco después, de manera dolorosa y sorpresiva, murió mi amiga Yola. Cuánto la eché de menos, tanto, que su hija me compartió un poema que había escrito para ella y en un verso decía: “…Déjame conocer tus rodillas Yolanda”

La expresión de su anhelo se convirtió para mí en un imperativo. Deseo que tú conozcas a tiempo, mis pobres rodillas. No quiero morir sin que sepas todo lo que deba saberse de este ser humano que soy.

Quiero decir y que la voz responda.

Cierto es, que aún existe en mi mente, el lugar que reservé para mí, pero cada vez es menor la urgencia de mantenerlo inexpugnable. Por el contrario, al volcarlo hacia fuera, a través de las palabras pierde fondo y agranda sus orillas, las que me gusta imaginar como playa sembrada por caracoles,

esta playa que hoy se abre, para que tú y tú,

impriman ahí tus huellas.

XIII.-Llegué a tener una casa que parecía de juguete

XIII.-Llegué a tener una casa que parecía de juguete

Llegué a tener una casa que parecía de juguete


No te lo había dicho.

Llegué a tener una casa que parecía de juguete. Ahí vivíamos nosotros, entre muebles labrados, cuadros antiguos, esculturas de coral, tallas en madera, colchas tejidas a mano, candiles, candelabros y qué se yo cuántas cosas más. De todo tenía mi casa.

Creí que poseía mucho y al fin vine a darme cuenta que todo aquello me poseía a mí.

La esencia de la casa me salvó. Por las noches abandonaba mi lugar en la cama para sentarme en un sillón en el recodo del pasillo, frente a la cruz de piedra. Ahí me daba por llorar. Los sentimientos se amalgamaban para hacer de mis lágrimas dulcedumbre.

Fue en esas noches que percibí que yo había sido sólo el medio para devolverle su belleza a la casa. Aunque daba pena verla cuando la conocí, era fácil adivinar lo que podía volver a ser con un poco de amor. Se lo di y resplandeció. También por amor, la casa pedía ser compartida. No eran sólo para nosotros sus resplandores. Nosotros, somos mi marido, mis cuatro hijos y yo.

Pero cómo no compartirla, si yo jugué en la casa que no era mía. Tenía que dejar que otros jugaran en mi casa de muñecas. Renunciar a lo acumulado.

Cuando la abrí para todos, no hubo ni siquiera un objeto que reservara para mí. La colección de caracoles la coloqué ahí nomás, al pasar de la reja de entrada.

No me costó trabajo dejar todo.

Era el momento para hacerlo.

Fue así de fácil. Igual que entregué las muñecas.

XII.- Mi mejor amiga tenía muchas muñecas

XII.- Mi mejor amiga tenía muchas muñecas

Mi mejor amiga tenía muchas muñecas. Vivían en la casa más hermosa del mundo

Mi mejor amiga tenía muchas muñecas. Me gustaban tanto, que cuando me invitaba a jugar me portaba muy bien en la visita, para que me dieran permiso de volver.

De sus muñecas, las más bonitas eran pequeñas mujercitas. Vivían en la casa más hermosa del mundo. Los muebles de cada habitación estaban hechos a su tamaño. Había una sala y hasta un piano con banqueta. Las luces de los candiles se prendían. En el comedor, la vajilla puesta sobre la mesa, con un centro de frutas. En cada recámara, cama con dosel de gasa y armario con vestidos.

La casa de las mujercitas había sido de la mamá de su abuelita. Según decían eran valiosas. Pero a nosotras nos dejaban jugar cada vez que lo pedíamos y eso que sus muñecas eran mucho más bonitas que las mías. Vestíamos a las mujercitas para que se pasearan por toda su casa.

En mi casa de verdad, la sala y el comedor estaban separados de la estancia, por dos puertas abiertas de par en par. Y de qué me servía que estuvieran abiertas, si la dama, mi dama, me dijo desde que tengo uso de memoria que no debía cruzarlas porque esas habitaciones eran la casa del vecino. Obedecí, pero me paraba en una u otra puerta cuantas veces podía, para mirar desde afuera todas sus maravillas.

Al vecino no llegué a verlo, pero creí en su existencia. Tuvo que venir de visita un niño que vivía frente a nosotros, para que me abriera los ojos. Le expliqué que no debía entrar a ese paraíso — ¿La casa de tu vecino? ¿Cuál vecino?— me preguntó sorprendido. Cuando le dije que no lo conocía se rió de mí a carcajadas.

En esa época debo haber tenido algún retraso mental para haber sido tan crédula. No me creas; ironizo de mi fe en los adultos que entonces era grande. Después tuve que reconciliarla.

Reconcilié mi fe en los adultos. Me reconcilio también con sus manías, porque yo tengo las mías, aunque voy abandonándolas.

Antes, cada fin de año, por Navidad y también por Reyes, me sentaba frente a la televisión con mis hijos para ver juguetes.

Así compré muchas muñecas y las coloqué en mi casa,

hoy,

hermosas niñas que no son nada mío, juegan con ellas.

XI.- Yo crecí y mis muñecas siguieron impecables ni un pelo se movió de sus cabezas

XI.- Yo crecí y mis muñecas siguieron impecables ni un pelo se movió de sus cabezas

Yo crecí y mis muñecas siguieron impecables, ni un pelo se movió de sus cabezas

Hoy con los vuelos de mi columpio busco fluir.
Para lograrlo necesito desasirme, primero, de las cosas, después, del miedo.
Desasirse es recordar mis muñecas. Cuando me casé, la dama me las entregó todas y sentenció: “Aquí están tus muñecas. Se que no te van a durar, pero son tuyas, ahora son tu responsabilidad”.

Las acomodé sobre la cama, las acaricié mucho y después las dejé ahí varios días. Entonces me dolió que siguieran para siempre sentadas y solas. No había pensado hacerlo, pero sin darle muchas vueltas, se las di a mis primitas. Ellas no tenían muñecas como esas.
Las regalé todas. Supongo que jugaron con ellas. No sé si las cuidaron.
¿De qué me serviría saber que a los tres días la de los brazos tendidos quedó manca, y que poco después desnarigaron a la de cara de porcelana, o que al bebé del ropón le tiraron sus dientecitos?
Preguntar sería eternizar la manía de la dama en brumas.
De niña me prohibió tocarlas. Yo crecí y mis muñecas siguieron impecables, ni un pelo se movió de sus cabezas. Nunca jugué con ellas. Estaban en su lugar, sobre la repisa colocada arriba de mi cama. Siempre prohibidas, siempre al alcance de mis manos. A veces me paraba de puntitas para mirarlas mejor, pero sabía que no podía bajarlas sin permiso.
Tenía dos muñecas con las que sí jugaba. Las pobres eran feas. Ni siquiera tuvieron un lugar en la repisa, por eso las subía a escondidas, aunque fuera un ratito, para que estuvieran juntas.
Otras veces fui mala con ellas. No me dolía escalparles sus pelos desgreñados, con tal de jugar a indios y vaqueros con mis hermanos. Sí las acariciaba, pero eso no me compensaba de no tocar a las bonitas.
Por eso me alegra haber regalado mis muñecas cuando al fin, pude tenerlas cuanto deseara.
Que alguien jugara con ellas,
No vas a querer creerlo, pero fue mejor que si jugara yo.

X.- Para los antigüos los caracoles jugaron un papel importante en su visión del cosmos

X.- Para los antigüos los caracoles jugaron un papel importante en su visión del cosmos

Para los antiguos, los caracoles jugaron un papel importante en su visión del cosmos

Colecciono caracoles.

Sé que los antiguos los usaron como ofrenda y adorno, como música y alimento. Jugaron un papel importante en su visión del cosmos, como lo juegan en la mía.

Para ellos, los caracoles fueron valiosos como moneda. Para mí, en asuntos de dinero no son los caracoles, sino el sentido común lo que vale. A él recurro y en él me apoyo para discernir en asuntos financieros, porque no cuento entre mis haberes con estudios ni diplomados, digo esto, y me asalta la dama diciendo:

“…Ustedes creen que existen árboles de tortillas, o que su papá recoge dinero con la escoba” En tiempos de la dama tal vez lo creía, ahora no, aunque me gustaría. Sería bueno dejar de preocuparme por cuestiones económicas y salir a cosechar tortillas como si fueran el Maná del cielo.

He tenido momentos difíciles pero nunca me quedé sentada; salí a resolver retos y puse mis aptitudes en juego, aunque no todas mis decisiones fueran afortunadas.

Decirte esto me cuesta, porque es difícil reconocer que tengo menos capacidad de la que me adjudico, o lo que es peor, que he dejado de agradecer lo que nació conmigo y de ahí la multiplicidad de mis errores. Es necesario reconocerlos, para iniciar el cambio. Yo ya estoy lista.
También lo estoy para aceptar derechos que antes me negaba, porque esto de la negación es un absurdo. Es volver la cabeza pretendiendo que lo que está enfrente no existe.

Es como dejar de ver las conchas rotas o lamentarse porque los caracoles se fragmenten.

Con los caracoles torturados que volví mar, percibí un sentido distinto de la realidad.

Cuando me replegué; paralizada dentro del caracol viví una paradoja, di pasos sin andar.

Ahí quedaron mis falsas expectativas.
Asumí el yo que soy.

IX.- como un lago en aparente calma en la superficie

IX.- como un lago en aparente calma en la superficie

Soy como un lago en aparente calma sobre la superficie mientras por dentro se revuelve el detritus

Entender a los otros me es fácil. Entenderme, no.

¿Por qué tomo decisiones que me lastiman?

Dicen que para crear un buen hábito necesitas repetir una acción cuarenta veces, ¿por qué entonces no empiezo a crearme el buen hábito de no lastimarme?

Te digo esto que ignorabas, para que no digas que me conoces como a la palma de tu mano, o que mi vida es un libro abierto.

Hay mucho que no conoces.

Con esto que escribo voy a escandalizarte y borrar a golpes de pluma la serena imagen que tienes de mí. Ya verás que no tengo la quietud del loto flotando sobre el agua.

Soy como un lago en aparente calma sobre la superficie, mientras por dentro se revuelve el detritus.

Me propuse dejarme ir con el vuelo de mi columpio y desde ahí te escribo. Quiero dejar que los pensamientos fluyan sin llamarlos, pero mi mente, necia, intenta ahora dominar lo que escribo.

No voy a dejar que lo haga. Para impedirlo, voy a inundarla de caracoles, a frustrar sus intentos para volver a fluir libremente.

VIII.- No es lo mismo encerrarse para crecer, que vivir paralizada en el caracol

VIII.- No es lo mismo encerrarse para crecer, que vivir paralizada en el caracol

No es lo mismo encerrarse para crecer, que vivir paralizada en el caracol.

Eso es vivir con miedo.

Yo sé de esto. Viví con viejos y llamarlos así no es faltarles al respeto. Vivir con viejos es difícil, porque habitas en el miedo. Miedo de que se vayan, miedo a que te dejen sola; miedo a que se desbaraten frente a tus ojos.

Todavía veo frente a mí a dos niñas. Sentadas en una banca, se toman de la mano a la hora del recreo; mientras las otras juegan “a los encantados”, las dos niñas hablan en susurros. Lloran ausencias antes de que sucedan y tratan de consolarse. Mi amiguita vivía con su abuela, yo con la dama.

El miedo nos acompañaba. Por eso te digo que los niños deben vivir con sus padres, no con abuelos. Convivir con ellos es distinto. Mis hijos convivieron con sus abuelos. Se gozaron mutuamente.
Mi padre tenía una hacienda, era señor de muchas tierras. También un anfitrión renombrado. En los días festivos, se iluminaba cada rincón del amplio comedor de la hacienda. Los manjares que humeaban sus aromas, y el rumor de las pláticas y risas, atraían a los nietos como el panal a las abejas.

—A las abejas les gustan los niños. Les cuentan secretos en el oído. Bisbisean y les dicen donde guardan sus tesoros— Eso es lo que les decía a mis hijos, para que no les tuvieran miedo.
En la hacienda había cajas de miel y las abejas pululaban. Mis hijos querían encontrar el tesoro y le pedían ayuda a mi padre. El era aficionado a la búsqueda y, complaciente con mis hijos, como no lo fue conmigo, accedía a excavar en el punto en que ellos le decían que estaba enterrado. Porfiaban en ese empeño, porque mi padre quería ayudarlos a descubrir, que no todos los tesoros se encuentran enterrados.

Para las abejas su miel es oro. La miel es cicatrizante. Las palabras tienen la misma función. Yo encontré mi panal a solas.

Abrí las compuertas del silencio y empiezo a entenderme.

VII.- El camino que va al pueblo de mi padre llega ahí después de atravesar la sierra

VII.- El camino que va al pueblo de mi padre llega ahí después de atravesar la sierra

No todos mis caminos emergieron de aquella bolsa de piedras que acaso abandoné frente al mar. Uno recorrí tanto, que lo aprendí de memoria. Va al pueblo donde nació mi padre. Llega ahí después de cruzar la sierra, donde las montañas se pintan de añil en la lejanía; son verdes cuando las tocas y castañas cuando te acercas a la costa en tiempos de sequía.

La tierra que atraviesa también cambia de colores. Hay parajes de tierra negra, viva, donde crecen helechos, pinos y hojas elegantes. Hay otros de tierra blanca que tamiza los árboles de harina. Esos árboles semejan fantasmas de sí mismos.

Otra tierra es roja; parece húmeda. Mirarla te hace sentir alegre. Te alegra tanto como el agua que corre cantando por los vericuetos del camino y a veces salta y se desliza sobre las rocas. Para llegar a ver esas pequeñas cascadas, debes callar y atender al sonido del agua. Sin el silencio, te las pierdes.

Cuando atendemos, sale el silencio. Pero otras veces oímos sin atender y eso no es bueno, porque el silencio que no sale, entra y se apodera de nosotros y nos hace tristes, encerrados en nosotros mismos. Así estuve yo demasiado tiempo. Tal vez el mismo que estuve metida en el espejo, o perdida sin construir, dentro del caracol. Sin andar el camino.

VI.- Creí que los caracoles empezaron a gustarme porque eran mar (Esta acuarela es de Gabi Zayas)

VI.- Creí que los caracoles empezaron a gustarme porque eran mar (Esta acuarela es de Gabi Zayas)

Creí que los caracoles empezaron a gustarme porque eran mar. Hoy se que no es así, hay más que nos une. Los caracoles me hacen pensar en Dios. ¿Sabes que existen caracoles tan pequeños, que necesitas una lente de aumento para verlos? Son del tamaño de un grano de arena. Pasan inadvertidos para la mayoría de las personas. Yo los descubrí diminutos, perdidos entre la arena. Al verlos me sorprendieron. Son hermosos sin que importe su tamaño. Desde su principio ya son lo que van a ser. Se encierran para crecer y van construyendo alrededor de sí mismos pasadizos y recovecos. Un dédalo tan intrincado y eterno como el transcurrir de un día sobre el anterior.

Si ahora te preguntas como logré ver sus laberintos, me descubriste. Pues sucede que un día superé mi temor y recogí un caracol fragmentado, así conocí su interior. Aunque era bello, al cobijarlo entre mis manos miré sus entrañas y sentí dolor cuando pensé —Qué difícil será crecer dentro de este esqueleto tan bonito y al mismo tiempo tan duro y que triste, que triste, que ahora esté destruido—. A renglón seguido me pregunté —¿Por qué tienen que romperse?—.

Creo que ahora lo entiendo y doy gracias de que existan conchas rotas y fragmentos de caracol. Mirar su entraña me dijo que soy mujer-caracol, porque he guardado mucho, porque he vivido hacia dentro. Porque mi vida es una espiral ascendente que va de adentro hacia afuera y hacia arriba, permitiendo salir lo oculto, en el momento preciso. El oído de Dios es para mí caracol que se inclina con blandura para recibir los ecos que surgen de mi espiral. Desde ahí me asigna la misión: fluir.

No importa si lo que fluye es tan simple como lo que ahora escribo. Escribo lo que tengo que escribir y punto. Cada profeta debe ser consciente en humildad de su tamaño. Yo nací para contarte las cosas cotidianas, para construir dentro de mí, reconstruyendo lo que desde el principio ya era. Nada que yo diga puede cambiar eso. Puede cambiar lo externo, pero lo esencial viaja conmigo.

Por eso tantos caracoles, por eso tantos caminos.

Para que lo entienda.

V.- En aquél tiempo no me gustaban los caracoles

V.- En aquél tiempo no me gustaban los caracoles

En aquel tiempo no me gustaban los caracoles. Tampoco las conchas rotas. Me ponía triste el ver su mutilación. Pensaba que dolía la parte que faltaba. No las pisaba para no lastimarlas; pero también, lo confieso, evitaba mirarlas.

Como si con eso, las cosas se arreglaran.

Para mí las conchas rotas tenían suerte de caracol. Tengo un recuerdo vívido de lo que entonces creía suerte de caracol.

¿Te acuerdas de la dama entre brumas? Ella tenía un jardín hermoso. Algunas tardes soleadas, se cubría la cara con el aura de su sombrero, se protegía las manos y salía a desherbar el jardín conmigo. La orilla de su bata casi rozaba el piso. Yo caminaba prendida de sus pasos. Bailaban abrazadas sombra y falda, cuando seguían su andar.

Mi corazón también bailaba. Gozaba al estar con ella, siempre y cuando no me mandara regresar a la casa para traer el salero. Si esa dama de manos tan hermosas, con dedos largos y uñas que brillaban en rojo quería la sal, había encontrado caracoles en sus violetas.

Hubo una primera vez. Cuando entreabrió las hojas de sus violetas los conocí. Escondidos del sol, se movían dormilones, parecían perezosos porque llevaban su casa a cuestas, su paso no era airoso pero al andar dejaban un camino de plata mojada.
Aún así no me gustaron, me dieron escalofríos. Sus pequeños cuernos apuntaban acusadores y sus cuerpos babeaban, blandos y transparentes. Mientras miraba la dama me pidió el salero, fui y lo traje sin rechistar. No sabía para qué lo quería. Me empiné en puntas de pies para mirar detrás de ella y entonces, vino el horror.

Antes de inclinar el botecito, la dama retiró con amoroso cuidado, cada hoja de sus violetas. No quería lastimar a sus flores, pero tiró sin piedad la lluvia blanca, sobre los desprevenidos caracoles. Cuando la sal les cayó encima, dejó de ser inofensiva. Hizo que los caracoles se retorcieran desesperados. Sin emitir sonidos, gritaban al silencio con su sólo movimiento. Se encogían poco a poco y de pronto, ya no estaban, quedaba sólo un charquito y su casa vacía.

Verlos convertirse en lágrimas era superior a mis fuerzas. ¿Por qué mi dama se ponía tan bonita para ser tan mala? Aunque yo intentaba esconder el salero, sucedió varias veces. Tantas, que por fin encontré cómo alegrarme. Me convencí de que los caracoles no se convertían en lágrimas; eran agua salada.

Habían vuelto a ser mar.

IV.- Parada en la ventana dejaba resbalar mis dedos persiguiendo las gotas sobre el cristal

IV.- Parada en la ventana dejaba resbalar mis dedos persiguiendo las gotas sobre el cristal

A falta de misterios y aventuras me gusta desentrañar sustantivos. Alegría, Consuelo, des-consuelo. Algunos nombres involucran su sentido:

“Huele de Noche” ¿Lo has oído nombrar?... Es un pequeño árbol, casi un arbusto, que combina en el nombre dos imágenes. Aromas y tinieblas; crecía uno en el patio de mi casa y convocaba todo lo que su nombre prometía. Sus pequeñas y blancas flores eran azahares y su aroma dulce, casto hoy perdido, emergía entonces durante la noche. La invadía, como lo hace ahora con las sombras de mis olvidos. —Para mí, Huele de noche, tu nombre, es un poema—.

Me gusta la noche. Todo puede suceder en ella; la aventura, el peligro y también los amores que se esconden en variadas fragancias. De noche, hasta las piedras hablan. Y claro que hablan porque no están inertes. Basta ver el musgo que crece en ellas, cuando las acaricia el agua.

La caricia del agua… Hubo tardes en que parada en la ventana, dejaba resbalar mis dedos, persiguiendo las gotas de lluvia sobre el cristal, para inventar caminos con ellas. Era muy niña entonces, pero ya me sentía deseosa de abandonar mi refugio para empaparme. Mojarse bajo la lluvia era hacer lo prohibido. Era empezar a irme.

¿Qué a dónde quería irme? Tenía dos mundos. Cuando no estaba a gusto en uno, volaba al otro mi corazón de niña. Mi cuerpo no volaba. Necesitaba caminos. Por eso los inventaba a todas horas. Los construía con mi bolsa de piedras. Las tenía de todos los tamaños y colores. Sabía elegirlas para mimetizar el paisaje de mi destino. ¿Qué pasaría con mi bolsa de piedras? ¿Dónde se habrá quedado? No creo que me las tiraran. Debo haber abandonado mi bolsa de piedras en el mar. Frente a él, no se necesitan caminos.

Amaba el mar, bajo cualquier circunstancia. Su vastedad, sus estruendos. Sus orillas tachonadas de conchas.

Añoro aún sus colores cambiantes, verde profundo cuando me bañaba y azul grisáceo por las tardes, es que el mar se vestía de tristeza en la tarde, porque no me acunaba más. Para estar cerca, recurría a la búsqueda de conchas entre la arena. Los pies desnudos, el agua acariciante.

Yo en comunión con Él.

III.- Cuando era niña tenía las piernas cortas

III.- Cuando era niña tenía las piernas cortas

Cuando era niña tenía las piernas cortas. Siempre llegaba tarde. Se trataba de correr para alcanzar columpio en el jardín de infantes.

Los columpios estaban en una bodega oscura, al fondo del colegio. Los guardaba Jacinto. Era tan alto que tenía que doblarse en dos para mirarme. Cuando llegaba a la bodega, siempre detrás de los otros, lo llamaba quedito. Jacinto se inclinaba y me mostraba sus manos con las palmas hacia arriba, mientras ladeaba la cabeza. Ya lo sabía. No quedaban columpios. Se habían llevado todos.

Entonces me sentaba a un lado del estanque de los lirios. Me gustaban las flores, pero debajo de ellas, el agua empantanada dejaba ver sus raíces resbalosas al tacto.

Llegué a tocarlas. El agua no me asustaba, no era como el espejo; si me inclinaba un poquito, podía mirarme y no pasaba nada.

Podía elegir y lo hice. Era mejor volar que hundirse.

 Por eso me gustaban las “damas chinas”.

Aunque el juego no tenía importancia, era una forma de volar. Su nombre evocaba países distantes y personajes misteriosos: Marco Polo, Atila, Genghis Khan; o Shangri-La, Petra y Pekín ciudades con las que ya entonces soñaba. Mientras los demás jugaban simplemente a saltar las canicas, yo era una Dama China. Saltaba continentes.

No se cumplieron mis sueños de la infancia.

Ni viajé al polo para vivir entre esquimales ni deshelé de un profundo ventisquero al eslabón perdido. Pero la gente de otros continentes sí vino una vez a mi pueblo.

¿Sabes que el lugar donde nací fue el epicentro del primer eclipse total de sol que vimos en nuestro siglo? Vinieron científicos de todo el mundo para observarlo.

Para darme importancia, me gusta pensar que cuándo nací, también ocurrió un eclipse, aunque no quedara registrado, porque en ese tiempo, en mi pueblo, esas cosas no se registraban. Nacimientos y nombres, sí.

Me llamaron Alegría, y también Consuelo, y colgaron el peso de esos nombres sobre mi pequeña espalda, porque dime si no, que esos nombres pesan.

Me los asignaron desde antes de que hiciera mi aparición, en ese sitio olvidado, hasta antes del eclipse y nada más nacer, la vida me jugó una broma y a mí que amo la sombra, me tocó arribar al iniciarse el día.

A las nueve de la mañana con veinte minutos.

Me alegro de haberle respondido a la vida negándome a hacer mi aparición a la hora exacta. Desde entonces poco atendí al reloj. Ni lo uso.

Eso no usar reloj resultó sintomático, pues en mi memoria hay lagos más grandes que el de Pátzcuaro, y digo ese, para no citar nombres de lugares remotos que jamás he conocido y que empiezo a temer ya no conoceré, porque de todo ha tenido mi vida, menos aventuras, misterios, o romances.

De ahí que las lagunas en mi memoria y los lugares no visitados, pesen sobre mi nombre, porque lo des-consuelan.

II.- Asomada al espejo, la otra acostumbraba ser una niña de ojos dormidos

II.- Asomada al espejo, la otra acostumbraba ser una niña de ojos dormidos

Asomada al espejo, la otra acostumbraba ser una niña de ojos dormidos, acunados bajo la curva de las pestañas. Un día, sin saber cómo ni cuándo, se fue la niña y una mujer tomó su lugar.

Sé que soy yo. Lo admito pero no me gusta. No me parece justo venir a ver ahora a esta mujer entrada en años y en carnes, sin que antes hubiera pasado por el espejo, la joven mujer que también tuve que haber sido.

 

Mi niñez se estiró tanto que no sentí llegar a la joven mujer. ¿Será porque llené cuadernos por castigo? “…No quiero ser mayor; no quiero ser mayor…” escribía, y algo pasó mientras hacía mis planas, porque crecí sin darme cuenta.

No te puedo decir si así lo quise. “Se dice el santo pero no el milagro” diría la dama del pasado. Yo callo. Guardo las cosas.

Ya lo hacía entonces, y lo hago ahora que las otras me hablan desde dentro. Me piden que les permita ser. Que les devuelva el tiempo perdido. Y cómo si la de la pérdida fui yo, que no sentí llegar la edad de hacer lo que quisiera, ni fui lo suficientemente mayor para mandarme sola.

Para llenar el vacío, cuelgo mi columpio del tiempo y ahí vamos, arriba y hacia atrás, abajo y otra vez adelante. Con la mirada puesta en un ángulo distinto, podemos alcanzar ahora el ayer, después el hoy.

I.- Desde la bruma la dama reprende a la niña

I.- Desde la bruma la dama reprende a la niña

En remolino el agua visitó tu entraña.
satinó los surcos de tu piel; y los tiempos…
los tiempos imprimieron tu historia, caracol.
 

Desde la bruma, la dama reprende a la niña porque intenta alisarse los rizos que le hizo. La dama insiste en que los tubos para el cabello no deben peinarse una vez que se sueltan y la manda a la calle con ese absurdo.

La niña no puede verse en el espejo sin que la dama le diga y le repita: —No entiendes que no debes verte tanto, sin darte cuenta vas a volverte loca—.

¿Tú crees que las reprimendas de la dama surtieron tanto efecto? ¿Dejé de verme en el espejo y es por eso que ahora no me reconozco, o sucedió al revés? Me miré tanto, que soy esa mujer enloquecida, que suplió un deseo oculto de ser actriz, mirando la vida a través del espejo, que actuó para sí misma tantos papeles, que en alguno se quedó quien era ella y ahora no entiende quién es, ni lo admite.

Cuando he tenido miedo a la mirada fija de un retrato, o tengo ganas de reír ante una mala noticia; mi primer impulso permitido es acercarme al espejo para atisbar a la otra que se asoma y ver si en sus ojos percibo lucidez o extravío.

¿Desdoblarse es locura? Pues es cierto, el espejo provoca. Los ojos al traspasar carne, desnudan alma.