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EntreCaracoles

VII.- El camino que va al pueblo de mi padre llega ahí después de atravesar la sierra

VII.- El camino que va al pueblo de mi padre llega ahí después de atravesar la sierra

No todos mis caminos emergieron de aquella bolsa de piedras que acaso abandoné frente al mar. Uno recorrí tanto, que lo aprendí de memoria. Va al pueblo donde nació mi padre. Llega ahí después de cruzar la sierra, donde las montañas se pintan de añil en la lejanía; son verdes cuando las tocas y castañas cuando te acercas a la costa en tiempos de sequía.

La tierra que atraviesa también cambia de colores. Hay parajes de tierra negra, viva, donde crecen helechos, pinos y hojas elegantes. Hay otros de tierra blanca que tamiza los árboles de harina. Esos árboles semejan fantasmas de sí mismos.

Otra tierra es roja; parece húmeda. Mirarla te hace sentir alegre. Te alegra tanto como el agua que corre cantando por los vericuetos del camino y a veces salta y se desliza sobre las rocas. Para llegar a ver esas pequeñas cascadas, debes callar y atender al sonido del agua. Sin el silencio, te las pierdes.

Cuando atendemos, sale el silencio. Pero otras veces oímos sin atender y eso no es bueno, porque el silencio que no sale, entra y se apodera de nosotros y nos hace tristes, encerrados en nosotros mismos. Así estuve yo demasiado tiempo. Tal vez el mismo que estuve metida en el espejo, o perdida sin construir, dentro del caracol. Sin andar el camino.

VI.- Creí que los caracoles empezaron a gustarme porque eran mar (Esta acuarela es de Gabi Zayas)

VI.- Creí que los caracoles empezaron a gustarme porque eran mar (Esta acuarela es de Gabi Zayas)

Creí que los caracoles empezaron a gustarme porque eran mar. Hoy se que no es así, hay más que nos une. Los caracoles me hacen pensar en Dios. ¿Sabes que existen caracoles tan pequeños, que necesitas una lente de aumento para verlos? Son del tamaño de un grano de arena. Pasan inadvertidos para la mayoría de las personas. Yo los descubrí diminutos, perdidos entre la arena. Al verlos me sorprendieron. Son hermosos sin que importe su tamaño. Desde su principio ya son lo que van a ser. Se encierran para crecer y van construyendo alrededor de sí mismos pasadizos y recovecos. Un dédalo tan intrincado y eterno como el transcurrir de un día sobre el anterior.

Si ahora te preguntas como logré ver sus laberintos, me descubriste. Pues sucede que un día superé mi temor y recogí un caracol fragmentado, así conocí su interior. Aunque era bello, al cobijarlo entre mis manos miré sus entrañas y sentí dolor cuando pensé —Qué difícil será crecer dentro de este esqueleto tan bonito y al mismo tiempo tan duro y que triste, que triste, que ahora esté destruido—. A renglón seguido me pregunté —¿Por qué tienen que romperse?—.

Creo que ahora lo entiendo y doy gracias de que existan conchas rotas y fragmentos de caracol. Mirar su entraña me dijo que soy mujer-caracol, porque he guardado mucho, porque he vivido hacia dentro. Porque mi vida es una espiral ascendente que va de adentro hacia afuera y hacia arriba, permitiendo salir lo oculto, en el momento preciso. El oído de Dios es para mí caracol que se inclina con blandura para recibir los ecos que surgen de mi espiral. Desde ahí me asigna la misión: fluir.

No importa si lo que fluye es tan simple como lo que ahora escribo. Escribo lo que tengo que escribir y punto. Cada profeta debe ser consciente en humildad de su tamaño. Yo nací para contarte las cosas cotidianas, para construir dentro de mí, reconstruyendo lo que desde el principio ya era. Nada que yo diga puede cambiar eso. Puede cambiar lo externo, pero lo esencial viaja conmigo.

Por eso tantos caracoles, por eso tantos caminos.

Para que lo entienda.

V.- En aquél tiempo no me gustaban los caracoles

V.- En aquél tiempo no me gustaban los caracoles

En aquel tiempo no me gustaban los caracoles. Tampoco las conchas rotas. Me ponía triste el ver su mutilación. Pensaba que dolía la parte que faltaba. No las pisaba para no lastimarlas; pero también, lo confieso, evitaba mirarlas.

Como si con eso, las cosas se arreglaran.

Para mí las conchas rotas tenían suerte de caracol. Tengo un recuerdo vívido de lo que entonces creía suerte de caracol.

¿Te acuerdas de la dama entre brumas? Ella tenía un jardín hermoso. Algunas tardes soleadas, se cubría la cara con el aura de su sombrero, se protegía las manos y salía a desherbar el jardín conmigo. La orilla de su bata casi rozaba el piso. Yo caminaba prendida de sus pasos. Bailaban abrazadas sombra y falda, cuando seguían su andar.

Mi corazón también bailaba. Gozaba al estar con ella, siempre y cuando no me mandara regresar a la casa para traer el salero. Si esa dama de manos tan hermosas, con dedos largos y uñas que brillaban en rojo quería la sal, había encontrado caracoles en sus violetas.

Hubo una primera vez. Cuando entreabrió las hojas de sus violetas los conocí. Escondidos del sol, se movían dormilones, parecían perezosos porque llevaban su casa a cuestas, su paso no era airoso pero al andar dejaban un camino de plata mojada.
Aún así no me gustaron, me dieron escalofríos. Sus pequeños cuernos apuntaban acusadores y sus cuerpos babeaban, blandos y transparentes. Mientras miraba la dama me pidió el salero, fui y lo traje sin rechistar. No sabía para qué lo quería. Me empiné en puntas de pies para mirar detrás de ella y entonces, vino el horror.

Antes de inclinar el botecito, la dama retiró con amoroso cuidado, cada hoja de sus violetas. No quería lastimar a sus flores, pero tiró sin piedad la lluvia blanca, sobre los desprevenidos caracoles. Cuando la sal les cayó encima, dejó de ser inofensiva. Hizo que los caracoles se retorcieran desesperados. Sin emitir sonidos, gritaban al silencio con su sólo movimiento. Se encogían poco a poco y de pronto, ya no estaban, quedaba sólo un charquito y su casa vacía.

Verlos convertirse en lágrimas era superior a mis fuerzas. ¿Por qué mi dama se ponía tan bonita para ser tan mala? Aunque yo intentaba esconder el salero, sucedió varias veces. Tantas, que por fin encontré cómo alegrarme. Me convencí de que los caracoles no se convertían en lágrimas; eran agua salada.

Habían vuelto a ser mar.

IV.- Parada en la ventana dejaba resbalar mis dedos persiguiendo las gotas sobre el cristal

IV.- Parada en la ventana dejaba resbalar mis dedos persiguiendo las gotas sobre el cristal

A falta de misterios y aventuras me gusta desentrañar sustantivos. Alegría, Consuelo, des-consuelo. Algunos nombres involucran su sentido:

“Huele de Noche” ¿Lo has oído nombrar?... Es un pequeño árbol, casi un arbusto, que combina en el nombre dos imágenes. Aromas y tinieblas; crecía uno en el patio de mi casa y convocaba todo lo que su nombre prometía. Sus pequeñas y blancas flores eran azahares y su aroma dulce, casto hoy perdido, emergía entonces durante la noche. La invadía, como lo hace ahora con las sombras de mis olvidos. —Para mí, Huele de noche, tu nombre, es un poema—.

Me gusta la noche. Todo puede suceder en ella; la aventura, el peligro y también los amores que se esconden en variadas fragancias. De noche, hasta las piedras hablan. Y claro que hablan porque no están inertes. Basta ver el musgo que crece en ellas, cuando las acaricia el agua.

La caricia del agua… Hubo tardes en que parada en la ventana, dejaba resbalar mis dedos, persiguiendo las gotas de lluvia sobre el cristal, para inventar caminos con ellas. Era muy niña entonces, pero ya me sentía deseosa de abandonar mi refugio para empaparme. Mojarse bajo la lluvia era hacer lo prohibido. Era empezar a irme.

¿Qué a dónde quería irme? Tenía dos mundos. Cuando no estaba a gusto en uno, volaba al otro mi corazón de niña. Mi cuerpo no volaba. Necesitaba caminos. Por eso los inventaba a todas horas. Los construía con mi bolsa de piedras. Las tenía de todos los tamaños y colores. Sabía elegirlas para mimetizar el paisaje de mi destino. ¿Qué pasaría con mi bolsa de piedras? ¿Dónde se habrá quedado? No creo que me las tiraran. Debo haber abandonado mi bolsa de piedras en el mar. Frente a él, no se necesitan caminos.

Amaba el mar, bajo cualquier circunstancia. Su vastedad, sus estruendos. Sus orillas tachonadas de conchas.

Añoro aún sus colores cambiantes, verde profundo cuando me bañaba y azul grisáceo por las tardes, es que el mar se vestía de tristeza en la tarde, porque no me acunaba más. Para estar cerca, recurría a la búsqueda de conchas entre la arena. Los pies desnudos, el agua acariciante.

Yo en comunión con Él.

III.- Cuando era niña tenía las piernas cortas

III.- Cuando era niña tenía las piernas cortas

Cuando era niña tenía las piernas cortas. Siempre llegaba tarde. Se trataba de correr para alcanzar columpio en el jardín de infantes.

Los columpios estaban en una bodega oscura, al fondo del colegio. Los guardaba Jacinto. Era tan alto que tenía que doblarse en dos para mirarme. Cuando llegaba a la bodega, siempre detrás de los otros, lo llamaba quedito. Jacinto se inclinaba y me mostraba sus manos con las palmas hacia arriba, mientras ladeaba la cabeza. Ya lo sabía. No quedaban columpios. Se habían llevado todos.

Entonces me sentaba a un lado del estanque de los lirios. Me gustaban las flores, pero debajo de ellas, el agua empantanada dejaba ver sus raíces resbalosas al tacto.

Llegué a tocarlas. El agua no me asustaba, no era como el espejo; si me inclinaba un poquito, podía mirarme y no pasaba nada.

Podía elegir y lo hice. Era mejor volar que hundirse.

 Por eso me gustaban las “damas chinas”.

Aunque el juego no tenía importancia, era una forma de volar. Su nombre evocaba países distantes y personajes misteriosos: Marco Polo, Atila, Genghis Khan; o Shangri-La, Petra y Pekín ciudades con las que ya entonces soñaba. Mientras los demás jugaban simplemente a saltar las canicas, yo era una Dama China. Saltaba continentes.

No se cumplieron mis sueños de la infancia.

Ni viajé al polo para vivir entre esquimales ni deshelé de un profundo ventisquero al eslabón perdido. Pero la gente de otros continentes sí vino una vez a mi pueblo.

¿Sabes que el lugar donde nací fue el epicentro del primer eclipse total de sol que vimos en nuestro siglo? Vinieron científicos de todo el mundo para observarlo.

Para darme importancia, me gusta pensar que cuándo nací, también ocurrió un eclipse, aunque no quedara registrado, porque en ese tiempo, en mi pueblo, esas cosas no se registraban. Nacimientos y nombres, sí.

Me llamaron Alegría, y también Consuelo, y colgaron el peso de esos nombres sobre mi pequeña espalda, porque dime si no, que esos nombres pesan.

Me los asignaron desde antes de que hiciera mi aparición, en ese sitio olvidado, hasta antes del eclipse y nada más nacer, la vida me jugó una broma y a mí que amo la sombra, me tocó arribar al iniciarse el día.

A las nueve de la mañana con veinte minutos.

Me alegro de haberle respondido a la vida negándome a hacer mi aparición a la hora exacta. Desde entonces poco atendí al reloj. Ni lo uso.

Eso no usar reloj resultó sintomático, pues en mi memoria hay lagos más grandes que el de Pátzcuaro, y digo ese, para no citar nombres de lugares remotos que jamás he conocido y que empiezo a temer ya no conoceré, porque de todo ha tenido mi vida, menos aventuras, misterios, o romances.

De ahí que las lagunas en mi memoria y los lugares no visitados, pesen sobre mi nombre, porque lo des-consuelan.

II.- Asomada al espejo, la otra acostumbraba ser una niña de ojos dormidos

II.- Asomada al espejo, la otra acostumbraba ser una niña de ojos dormidos

Asomada al espejo, la otra acostumbraba ser una niña de ojos dormidos, acunados bajo la curva de las pestañas. Un día, sin saber cómo ni cuándo, se fue la niña y una mujer tomó su lugar.

Sé que soy yo. Lo admito pero no me gusta. No me parece justo venir a ver ahora a esta mujer entrada en años y en carnes, sin que antes hubiera pasado por el espejo, la joven mujer que también tuve que haber sido.

 

Mi niñez se estiró tanto que no sentí llegar a la joven mujer. ¿Será porque llené cuadernos por castigo? “…No quiero ser mayor; no quiero ser mayor…” escribía, y algo pasó mientras hacía mis planas, porque crecí sin darme cuenta.

No te puedo decir si así lo quise. “Se dice el santo pero no el milagro” diría la dama del pasado. Yo callo. Guardo las cosas.

Ya lo hacía entonces, y lo hago ahora que las otras me hablan desde dentro. Me piden que les permita ser. Que les devuelva el tiempo perdido. Y cómo si la de la pérdida fui yo, que no sentí llegar la edad de hacer lo que quisiera, ni fui lo suficientemente mayor para mandarme sola.

Para llenar el vacío, cuelgo mi columpio del tiempo y ahí vamos, arriba y hacia atrás, abajo y otra vez adelante. Con la mirada puesta en un ángulo distinto, podemos alcanzar ahora el ayer, después el hoy.

I.- Desde la bruma la dama reprende a la niña

I.- Desde la bruma la dama reprende a la niña

En remolino el agua visitó tu entraña.
satinó los surcos de tu piel; y los tiempos…
los tiempos imprimieron tu historia, caracol.
 

Desde la bruma, la dama reprende a la niña porque intenta alisarse los rizos que le hizo. La dama insiste en que los tubos para el cabello no deben peinarse una vez que se sueltan y la manda a la calle con ese absurdo.

La niña no puede verse en el espejo sin que la dama le diga y le repita: —No entiendes que no debes verte tanto, sin darte cuenta vas a volverte loca—.

¿Tú crees que las reprimendas de la dama surtieron tanto efecto? ¿Dejé de verme en el espejo y es por eso que ahora no me reconozco, o sucedió al revés? Me miré tanto, que soy esa mujer enloquecida, que suplió un deseo oculto de ser actriz, mirando la vida a través del espejo, que actuó para sí misma tantos papeles, que en alguno se quedó quien era ella y ahora no entiende quién es, ni lo admite.

Cuando he tenido miedo a la mirada fija de un retrato, o tengo ganas de reír ante una mala noticia; mi primer impulso permitido es acercarme al espejo para atisbar a la otra que se asoma y ver si en sus ojos percibo lucidez o extravío.

¿Desdoblarse es locura? Pues es cierto, el espejo provoca. Los ojos al traspasar carne, desnudan alma.


CAPITULO UNO
FRAGMENTOS DEL CARACOL